Yo no he estado en Nueva York antes del 11 de septiembre de 2001. Y no sé si antes de esa fecha había dos rascacielos gemelos en pleno Manhattan. Y tampoco sé si estaban en el lugar en el que ahora hay sólo un solar. Del mismo modo, no podría asegurar sin ningún lugar a género de dudas que las imágenes que vi, y también millones de personas en todo el mundo, son ciertas. Es decir, y si todo fuese una vulgar creación y nada existiese en realidad, no cabría duda de que al juicio de mis ojos todo sería cierto. No tendría una manera de comprobarlo más allá de las opiniones o informaciones de los medios de comunicación. Por tanto, tengo que ceder mi racionalidad (o la poca que me queda) a unos elementos ajenos a mi y que, fruto de la sobresaturación informativa, no puedo ni seleccionar.
Con esto no quiero decir que los acontecimientos sucedidos en Nueva York hace nueve años sean falsos. No. Y tampoco estoy hablando de las espectaculares imágenes de la tragedia que hacen que todavía, a día de hoy, se nos quede la boca abierta del asombro ante algo más propio de una película que de un telediario. De lo que estoy hablando es de la facilidad con la que tomamos por ciertos los sucesos que los medios de comunicación nos muestran. Algunas veces, eso sí, cuando tiene que ver con asuntos como la política, podemos entender que uno y otro medio tiene más razón a la hora de criticar al rival. Bien. Pero qué me dicen cuando todos los medios muestras unas imágenes de unos rascacielos ardiendo y gente desesperada arrojándose desde los últimos pisos. ¿Dudamos entonces de que nos manipulan?
Muchos estarán pensando que ante tales acontecimientos los medios, más que ir a la interpretación o manipulación de la realidad, se limitan a un mero plano fijo, casi sin editar, de lo que se ve al otro lado del mundo. Una ventana abierta. Sin edulcorantes y sin filtros. Sin embargo, en ningún momento nos paramos a preguntarnos si esa realidad, que en un momento puede asolarnos, está sucediendo o ha sucedido. Imagínense unos enormes estudios de cine, en un lugar remoto, por ejemplo Groenlandia (para este tipo de cosas los países con mucha nieve y frío vienen muy bien), en el que se han recreado unas maquetas de lo que conocemos de Nueva York. Un director grita acción y todo sucede en un plano secuencia único. Los aviones chocan y las Torres caen. Sirena en el estudio, la grabación ha concluido. Aplausos y felicitaciones por el buen trabajo realizado. Horas después, editado, se emite en todos los canales del mundo. Ha sucedido el 11 de septiembre de 2001.
¿Es muy descabellado esto? ¿Ha sucedido ante sus ojos? No hablo de una imagen de plasma o una fotografía digital en su diario favorito. Hablo de sus ojos como órgano que le chiva al cerebro lo que está pasando delante suyo para que éste opere con esa información. Seguramente la respuesta será un rotundo no. Como tampoco hemos visto millones de realidades más que damos por ciertas sin ni siquiera conocer una mínima parte de ellas. Por ejemplo, siempre decimos que puede que las cosas no sean ciertas pero que sus consecuencias siempre lo son (este axioma, particularmente, me gusta un montón). Muy bien. ¿Cuál fue la consecuencia directa del 11 de septiembre de 2001? ¿La Guerra de Afganistán? ¿La guerra con el Islam? ¿Con los terroristas islámicos? ¿Qué es lo que nos cuentan? Porque yo no he estado en Afganistán, y no sé si había talibanes malos o si los hay ahora. Ni siquiera sé si las tropas estadounidenses están desplegadas en Oriente Medio o si se trata de un montaje de un falso despliegue militar en el desierto de Arizona, todo con coste millonario para que un burócrata de Washington se quede una suma supermillonaria en esta estafa. Por supuesto, tampoco sé si los miles de musulmanes cabreados que salen en televisión quemando cosas y gritando proclamas al aire son reales. ¿Y si fuesen todos unos figurantes contratados en Marruecos? ¿Dejaría así de sentirme tan asustado por la amenaza sobre Occidente que suponen? Probablemente sí.
Siempre creí que la realidad, el descubrimiento de la realidad, debía traer conocimiento. Y que el conocimiento, quizás en unos términos excesivamente científicos, no podría traer esa zozobra. Pero ya ven. Todos nos equivocamos. Resulta que la realidad que se nos revela, y de la que casi no podemos tener constancia empírica, no trae conocimiento sino acojonamiento. Acojonamiento masivo. Descubrir a la hora de la comida cómo se caían dos rascacielos en Nueva York o como ardía el Pentágono fue definitivo para considerar el inicio del Siglo XXI y el inicio de una nueva era, la de la realidad amenazante. Una realidad que ya ni hay que presentarla pues estamos tan asustados por lo que nos cuentan que si nos dicen que deben limitar el uso de nuestras comunicaciones por nuestra seguridad y les creemos sin rechistar, nos dicen que para volar en avión hay que pasar un escáner que descubrirá si llevamos un palillo escondido en el bolsillo y nos sometemos alegres a la radiación, etc.
Al final resulta que la realidad imaginada, en la que tenemos en la palma de la mano el conocimiento, no sirve para nada más que para comprar una idea distorsionada de una modernidad que siguen controlando los que te ofrecen las píldoras de realidad. Pero no pierdan la esperanza, piensen que algún día compraran en internet un vuelo barato a Nueva York. Entonces, cuando desembarquen en la Gran Manzana y miren al cielo quizás descubran que las Torres Gemelas siguen en pie y que todo era mentira. Entonces, ¿seguirán manteniendo el engaño al resto del mundo para seguir viviendo como viven?
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